Una literatura propia

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Orson F. Whitney *

Traducción de Gabriel González

«…buscad palabras de sabiduría de los mejores libros;
buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe».

D y C. 88:118

Estas palabras que cito son del profeta José Smith, o mejor dicho, son las palabras del Todopoderoso comunicadas por medio de él a este pueblo. Somos un pueblo que la gente supone enemigo de la educación, hostil al conocimiento, enardecido contra los libros y las escuelas y, es más, contra todo lo puro, ennoblecedor y refinado. Jamás se cometió mayor error ni más cruel injusticia ni más atroz atentado moral que cuando de esta forma se pintó al pueblo «mormón», a las personas de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, sí, como seres despreciables ante los ojos de la humanidad. Si es un crimen robar a una persona su buen nombre, ese «tesoro más preciado», comparado con lo cual, bien nos dice el poeta, quien roba dinero «poco roba», ¿qué es entonces robarle a toda una comunidad su reputación? Una comunidad, además, con una misión como la nuestra, a saber, la iluminación espiritual de todo un mundo, la salvación de la raza humana, la instrucción, en esta vida y en la vida vendiera, de todo aquel que llegue a querer entrar en el jardín de Dios para probar libremente del preciado Árbol del Conocimiento, el cual en el más puro de los sentidos es también el Árbol de la Vida. Robar a tal pueblo su buen nombre, y por ende limitarle su utilidad y dificultarle el cumplimiento de su gran misión, la cual es atraer a todos los hombres a Cristo por medio del conocimiento, la sabiduría y la instrucción revelados del cielo y escritos en los mejores libros, es de cierto un crimen, no solo contra las víctimas directas de esa difamación sino contra Dios y la humanidad.

Mas no es mi objetivo actual explorar las conclusiones a las que esta corriente de ideas naturalmente llevaría. Básteme con saber y dar testimonio de que este pueblo es amigo, no enemigo, de la instrucción, de que sus integrantes son buscadores de sabiduría, amantes de la luz y verdad, la Verdad universal que, así como las aguas de los mares en la tierra y los rayos del sol en el firmamento, tiene una sola Fuente, fuere cual fuere su origen terrenal:

«la verdad, esté donde esté, verdad es, sea entre cristianos o paganos»;

tal verdad es digna de nuestro amor y admiración, esté cerca o lejos, alto o bajo, ya sea resplandeciendo en la bóveda azul del cielo o brotando como una florecilla en el campo.

«…buscad palabras de sabiduría de los mejores libros; buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe».

¿Por qué daría tal instrucción el Señor a Su profeta? ¿Por qué enseñaría esto el profeta a su pueblo? Porque Dios designó, y el profeta previó, un futuro grande y glorioso para ese pueblo. Habiendo sido escogido de lo débil, en cuanto a la sabiduría del mundo, como la piedra base de una impactante estructura destinada a elevarse hacia los cielos, en cuyas murallas y resplandecientes torres se reflejase la magnificencia de la eternidad, él sabía que el momento llegaría, a menos que Dios, quien no puede mentir, hubiese jurado en vano, en que Sion dejase de ser el pie para convertirse en la cabeza, en la gloriosa cúspide de la civilización del mundo, y para levantarse y resplandecer como «el gozo de toda la tierra», la sede del conocimiento, la fuente de la sabiduría y el centro del poder político; un lugar en que la Religión floreciese a la par de sus bellas hijas el Arte y la Ciencia; en que la música, la poesía, la pintura, la escultura, la oratoria y la dramaturgia, todas rayos de luz emanados de un mismo sol, dejasen de refractarse y perder su color al atravesar los primas cromáticos de la sensualidad humana a fin de arrojar su blanca luminosidad sobre la gloria refulgente de las torres de Sion; en que la ciencia de la tierra y la sabiduría del cielo se hallasen una a la par de la otra interpretándose mutuamente; en que la filosofía dejase de alimentarse de la cicuta ponzoñosa del error que envenena el aire puro con sus espejismos de sofistería y en vez se tornase a beber de las vertientes de la verdad viviente; en que el amor y la unión triunfasen; en que la que la guerra se siente a los pies de la paz para aprender mil años de sabiduría; en que los hijos e hijas de Sion, tan reconocidos por su inteligencia y cultura como por su pureza, verdad y belleza, «labrad[os] a manera de las [columnas] de un palacio», se codeasen con reyes y nobles, sí, incluso sentándose ellos mismos en tronos, o saliesen disparados del arco del Todopoderoso como saetas de luz, como mensajeros y embajadores a las naciones.

José todo esto lo vio, y sabía que era inevitable. Sabía que tales cosas no eran más que las flores y los frutos naturales de la obra que Dios había sembrado. Puede que ello no se note en las raíces del árbol —su misión es esconderse bajo la tierra para ser despreciadas y pisoteadas por el hombre—, pero las ramas lo demostrarán en un día venidero. José sabía, como todo filósofo lo ha de saber, que la pureza es el progenitor natural de la belleza, que la verdad es el manantial del poder y que la rectitud es el sol de la preeminencia. Sabía que su pueblo había de progresar porque su destino lo exigía, que así como la inteligencia es la gloria de Dios, la cultura es el deber del hombre. Siendo él duro y firme como los peñascos de granito de nuestra sierra, rasgos típicos de los cimientos sólidos e inquebrantables de la obra del Señor, José sabía, así como sus hermanos en torno a él, que en esas piedras duras y fuertes que ellos representaban, ese masivo cimiento del pasado, el gran Arquitecto edificaría la superestructura del futuro. Sabía que su propia progenie, la juventud de Israel, se vería inspirada a construir sobre los cimientos de sus padres, y sin embargo no serían iguales a sus padres y madres, así como los cimientos de un edificio tienen que ser distintos de las paredes y las torres.

¿Qué he de decir, mis jóvenes hermanos y hermanas, qué puedo decir para despertar en vuestros corazones, si estos están adormecidos, el deseo de hacer de este glorioso futuro una realidad? Ay, ¿qué puede escribir mi pobre pluma, qué puede decir mi flaca lengua, para avivar en vosotros tal determinación? No puedo más que clamar a Dios con humildad para que convierta mis palabras en chispas encendidas que caigan en la yesca de vuestros corazones y prendan en ellos la llama, para que desde este momento en adelante vuestras almas se enciendan con la luz de vuestro destino glorioso, para que viváis y obréis ya no por vosotros mismos y lo perecedero de este mundo sino por Dios y por Su reino.

¿Qué otra cosa nos hará dignos de un futuro así? ¿Para qué estamos aquí? ¿Por qué vinimos? ¿Acaso para perder nuestro tiempo en tonterías y libertinajes, para dejar pasar la vida entre risas mientras vamos en pos del fantasma del placer así como un niño improductivo persigue a una mariposa de flor en flor? ¿Acaso para inclinarnos ante las riquezas, para adorar el becerro de oro, para manchar nuestras almas y ofuscar el brillo de nuestras mentes con los vicios de los impíos? ¿Fue esto lo que vislumbraron nuestros padres y madres? ¿Fue para esto que se sacrificaron y sufrieron a fin de darnos vida, de enseñarnos las verdades del cielo y de colocarnos en el umbral de la mayor misión jamás dada al hombre en la carne?

La respuesta cae como un rayo del cielo: «No os es dado vivir de una manera mundana». Hace eco por los pasillos del tiempo: «Si sois hijos de Abraham, las obras de Abraham haréis». Resuena en la tierra, en el aire, en las aguas rugientes, y clama desde lo más profundo del alma profética:

«SOIS UN EJEMPLO PARA LOS DEL MUNDO: ¡NO SIGAIS LOS PASOS DE ELLOS!».

Tal vez os preguntéis qué tiene que ver todo esto con la literatura. Posiblemente más de lo que pareciera a simple vista. Es por medio de la literatura que una buena parte de esta gran obra se llevará a cabo: una literatura poderosa y pura, digna de tan magna obra. Y una literatura de pureza y poder solo puede surgir de un pueblo puro y poderoso. No se recoge uvas de los espinos ni higos de los cardos.

No vine, amigos y amigas, a encantaros el oído con frases altisonantes, ni a dictar una docta conferencia sobre la mitología griega y romana, ni a emplear locuciones en griego o latín para impactaros con su sonoridad y apabullaros con una muestra de académica erudición. ¡No! He aprendido por experiencia que si se quiere estimular el alma debemos apelar no solo a la cabeza sino también al corazón. El intelecto podrá brillar, pero lo que hace el pecho es arder y darle cálida vida a todo movimiento generado con el fin de bendecir a la humanidad. Por lo tanto, yo os hablo al corazón, y prefiero deciros tres palabras por el poder del Espíritu Santo antes que disertar por tres horas acerca de las fábulas de Grecia y Roma.

¡Despertaos, hijos e hijas de Dios! Arreglad vuestras lámparas y salid a asumir vuestro destino. Os espera un mundo de ricos y pobres, jerarcas y subordinados, ilustrados e ineducados. A todos se les ha de predicar, se les ha de buscar, se les ha de dejar sin excusas. Y si a algún sitio no podemos ir, allá debemos mandar algo; si en algún sitio no podemos hablar, para este debemos escribir, y si deseamos convencer a los hombres con nuestros escritos, debemos saber cómo escribir y qué escribir. Si los ilustrados solo dan oído a las palabras de otros ilustrados, Dios ha de enviarles personas ilustradas para que dialoguen de igual a igual y les demuestren que el «mormonismo», el evangelio de Cristo, no solo es el evangelio de la verdad sino también de la inteligencia y la cultura. El Señor no está por encima de actuar así. Extiende Su misericordia a todos los hombres y no está dispuesto a que perezca ninguno o a que se diga que a algunos no se los trató con justicia. Hace más de cincuenta años que el evangelio se enseña a los pobres y mansos. Todavía le queda llegar a los soberbios y altivos, incluso a los reyes y nobles, penetrando y trepando hasta lugares que de momento se han mostrado inaccesibles. Nuestra literatura ayudará a llevarlo a esos sitios, porque ella, como todo lo otro que tenemos que hacer, debe ponerse al servicio de la edificación de Sion.

Mas, ¡recordad algo, escritores y oradores del futuro! Debéis hacerlo por la gloria de Dios y no la del hombre. No seáis presa de la vanidad y el orgullo, ya que sin humildad no hay poder. Debéis ser sinceros. Debéis sentir lo que escribís si es que deseáis que los demás también lo sientan. Si vuestras palabras no son cual brasas incandescentes en la fragua ardiente de un alma sincera y sin engaño, jamás lograrán encender el fuego en el alma de vuestros escuchas. Los días de la insensatez y la ampulosidad se han acabado. ¿Se han acabado? ¡Ni siquiera han existido! Nada realmente existe si no está basado en la realidad.

«…buscad palabras de sabiduría de los mejores libros; buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe». Las ventajas que el conocimiento le saca a la ignorancia son tan evidentes que no necesitan ser exploradas. El conocimiento es poder, tanto en este mundo como en cualquier otro. El profeta José Smith es quien dijo que «el hombre no puede ser salvo sino al paso que adquiera conocimiento» y que «es imposible que el hombre se salve en la ignorancia» porque «si no […] obtiene [conocimiento], algún poder maligno lo conducirá al cautiverio en el otro mundo; porque los espíritus malos tendrán más conocimiento y, por consiguiente, más poder que muchos de los hombres que se hallan en el mundo». El profeta también dice que cualesquiera principios de inteligencia obtengamos en esta vida se levantarán con nosotros en la resurrección y que si un alma adquiere más conocimiento e inteligencia que otra en esta vida, hasta ese mismo grado le llevará la ventaja en el mundo venidero.

Por ende, ¡qué poco saben del «mormonismo» los que dicen y creen que nos oponemos a la educación! La frase «con todo lo que adquieras, adquiere entendimiento» es parte del credo «mormón» en la misma medida que es una perla de la sabiduría de Salomón.

«…buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe». La creación de una literatura propia conforma directamente con el espíritu de este mandato. La literatura supone conocimiento, y es en «los mejores libros» que se nos dice que lo busquemos. Esto no se refiere únicamente a la Biblia, al Libro de Mormón, al libro de Doctrina y Convenios y a los demás libros y escritos religiosos de la Iglesia, aunque estos de cierto son «los mejores libros» y siempre formarán parte de nuestra literatura y estarán en el fundamento mismo de ella. Se refiere también a la historia, la poesía, la filosofía, el arte, la ciencia, los idiomas, la cívica, todo lo cual es de hecho parte de la verdad, esté donde esté, ya sea en lo local o mundial y tenga que ver con tiempos pasados, presentes o futuros.

Sí, el profeta se refería incluso a la revelación, la inspiración, inmediata y directa, ¿pues acaso no dice: «…buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe»? La fe mira a lo futuro, a las cosas que vendrán. El estudio apunta más bien a lo pasado, a las cosas que ya fueron. La historia es temporal, y la profecía es espiritual. El pasado es grandioso, pero el futuro lo será aún más. La letra muerta puede ser preciada, pero el oráculo viviente rebasa todo precio.

La tela de nuestra literatura debe tejerse con los hilos de todo conocimiento, en la medida que podamos dominarlo y hacerlo nuestro. Debemos leer y pensar y sentir y orar, para entonces sacar a luz nuestros pensamientos, puliéndolos y conservándolos. Esto resultará en literatura.

Ante todo debemos ser originales. El genio de la literatura «mormona» está en el Espíritu Santo. No está en Júpiter ni en Marte ni en Minerva ni en Mercurio, ni en ningún dios o diosa de fábulas, ni en el monte Olimpo, ni en las «nueve hermanas», ni en ninguna «hija del Cielo, [de] ojos azules». No es necesario invocar a unas musas míticas que «nunca ha[n] inspirado […] los cantos de ningún mortal». No se necesita poner vino nuevo en odres viejos. No hay por qué seguir el modelo de las formas muertas de la antigüedad. Nuestra literatura ha de vivir y respirar por cuenta propia. Dado que nuestra misión es distinta a todas las demás, también debe de serlo nuestra literatura. Las odas de Anacreonte, las sátiras de Horacio y Juvenal, la poesía épica de Homero, Virgilio, Dante y Milton, las sublimes tragedias de Shakespeare, todo ello es excelente y tiene su propio valor, pero no debemos intentar copiarlo. No se lo puede reproducir. Podemos leerlo, recoger el dulce de todas estas flores, pero debemos construir nuestra propia colmena y nuestro propio panal conforme al supremo designio de Dios.

En su momento tendremos nuestros propios Miltones y Shakespeares. No se han agotado las municiones de Dios. Sus espíritus más luminosos han sido reservados para los tiempos postreros. En el nombre de Dios y con Su ayuda levantaremos una literatura cuya cúspide acaricie el cielo, por más que ahora sus cimientos estén hundidos bajo tierra. ¡Que la sonrisa menospreciativa aparezca en el rostro burlón y que el fruncimiento del odio arrugue el ceño del prejuicio! Son pequeñas las semillas de las cosas grandes, y, como la bellota que se convierte en roble o el copo de nieve que se combina en avalancha, el reino de Dios crecerá y con alas de luz y poder levantará el vuelo hasta lo más alto de su destino.

Así que arriba, sí, adelante y sin perder de vista la meta, sin vivir en el muerto pasado ni por el moribundo presente. Nuestro campo es el futuro, la eternidad espera frente a nosotros.

«Ante la nueva realidad,
lo viejo se hace arcaizante; arriba, sí, adelante
se ha de hallar la Verdad. Vemos su luminosidad aquellos que la buscamos; en un navío zarpamos, cuando resulta más duro. Para abrir nuestro futuro, llaves nuevas precisamos».

No quiero despreciar ni tomarme a la ligera la literatura del pasado, refiriéndome a lo que por lo menos es digno de ser llamado literatura. No diga yo una sola palabra que se pueda entender de esa forma. Quisiera tener la capacidad de deciros lo que a mi parecer la literatura ha hecho por el bien de la humanidad, lo que han logrado los letrados de todas las edades, desde Moisés hasta Heródoto, desde Heródoto hasta Shakespeare, desde Shakespeare hasta Goethe y Carlyle, hombres estos que han puesto los ricos tesoros del pensamiento inspirado y de la investigación inteligente en brazos de la humanidad, haciendo brotar la civilización y llenado la tierra de fama y gloria. También quiero hablar de la prensa, ese gigante moderno, ese gran móvil del poder, que esparce por muchas partes las brasas ardientes de la inteligencia para encender en miles de miles de chimeneas el fuego del pensamiento y de la noble aspiración. Me refiero a los periódicos, esos portadores de la historia diaria del mundo, campeones de la verdad y defensores de los oprimidos. ¡Grande es su misión; extensa, su influencia; invencible, su poder! ¡Qué jamás se los prostituya ni se los ensucie ni se los denigre con fines innobles! Y, sin embargo, es lo que suele suceder.

Por lo tanto, escoged entre lo falso y lo verdadero, entre lo irreal y lo real. «…buscad palabras de sabiduría de los mejores libros», de los mejores periódicos. Redactad en los periódicos, escribid en las revistas —especialmente en nuestras propias revistas—, y abonaos a ellas y leedlas. Haced libros que no solo den honor da vosotros y a la tierra y a la gente de la habéis salido sino que también sean de beneficio y provecho para toda la humanidad.

Es imposible calcular en números o expresar en palabras las bendiciones que los libros y los hacedores de libros suponen para la humanidad. Permitidme citar a quien magistralmente intentó hacerlo, tal vez con una medida modesta de éxito. En palabras de Carlyle:

«En los libros se encuentra el alma de todo el tiempo pretérito, esa voz elocuente y audible que permanece una vez que la presencia material de ese tiempo se ha desvanecido como un sueño. Potentes armadas y ejércitos, puertos y arsenales, enormes ciudades de altas cúpulas y abundantes máquinas, todo esto es preciado y grandioso, ¿mas en qué termina? Agamenones, los muchos Agamenones, y Pericles y toda su Grecia, de ello nada queda más que unos escombros derruidos e inertes, unos trozos y despojos tristes. ¡Pero vaya libros los de Grecia! La Grecia de los pensadores literalmente vive todavía.

»El verdadero reinado de los milagros tuvo su origen en el arte de la escritura, de la cual la imprenta no es más que una sencilla y relativamente intrascendente consecuencia.

»¿Quien escribe un libro no es, acaso, un predicador que en lugar de predicar en esta o aquella parroquia llegado tal o cual día predica a todos los hombres en todo tiempo y lugar?

»El escritor, con sus derechos de autor a veces no tan derechos, metido en su miserable buhardilla abrigándose con un saco apolillado, puede después de morir dirigir (porque en efecto es lo que hace) a naciones o generaciones por entero que, en vida, pudieron o no haberle dado pan. ¡Qué espectáculo tan peregrino! Hay pocas formas de heroísmo menos esperadas.

»Los letrados constituyen un constante sacerdocio que de época en época enseña a todos los hombres que todavía se manifiesta un Dios en sus vidas… Por tanto en el verdadero hombre de letras radica siempre, por más que el mundo no lo reconozca, algo sagrado; él es la luz, el sacerdote, del mundo, quien lo guía como una sacra columna de fuego a lo largo de la oscura travesía por la desolación de la vida».

Dediquemos ahora un momento, en vista de esta noble interpretación, para contemplar la labor de un libro, un libro que todos más o menos conocemos.

Ya han transcurrido casi cuatrocientos años desde que Colón descubrió América. ¿Qué es lo que aquí halló? Selvas e indios y frutas tropicales y prácticamente nada más. Sin embargo, quienes vinieron después de él encontraron mucho más. Semienterrados en el suelo, al norte y el sur, al este y el oeste, se encontró reliquias de una civilización cuya gloria sobrepasaba con creces la del Egipto de los días brillantes. Las naciones que experimentaron su auge y caída en esta bella tierra tuvieron tanta fama y poder que la fuerza de Roma y la riqueza de Asia en comparación serían como las estrellas junto al sol. ¿De dónde provenían? ¿Cómo se llamaban? ¿Por qué habían caído? Nadie lo sabía. Las acongojadas olas y los tristes vientos no daban respuesta sino que seguían entonando en tristes coros su solemne réquiem en memoria de los difuntos. Los nativos tampoco lo sabían salvo por unos cuentos y tradiciones tan vagos y difusos como las leyendas de los druidas o las fábulas rúnicas de los nórdicos. ¿Quién podría dar respuestas? Un día un jovencito entró en un bosque y oró. Dios le contestó y le dio más de lo que pedía. Por el poder de Dios salió a luz un libro, un registro enterrado, escondido en una colina. Contaba la historia del pasado y profetizaba el futuro. A partir de ese momento, José Smith, el odiado profeta mormón, pasó a ser el verdadero descubridor de América.

Mis hermanos y hermanas, mis consiervos en la viña de nuestro Señor, mi esperanza es que si algo he comunicado que sean palabras que estimulen y alienten en vosotros el deseo de seguir adelante en la obra de Dios. No sigáis los pasos del mundo. Evitad las trampas de Satanás. Sed fieles a vosotros mismos y a vuestra misión. Sois la «juventud de la promesa». Los cielos están al tanto de vosotros y el mundo a la espera.

«¡Despierta, despierta, vístete de tu poder, oh Sion! ¡Vístete de tus ropas hermosas […]!», de tus ropas de sabiduría e instrucción, para que ya no se pueda decir de ti, ni con asomo de verdad, ni con la más remota razón, que no eres lo que proclamamos que eres y lo que el Señor tu Dios ha declarado que serás. ¡Levántate, resplandece, porque vendrá tu luz, y la gloria de Jehová nacerá sobre ti! «Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu amanecer». El astro de la verdad se eleva; el sol de la justicia vendrá; la noche del error ya queda atrás, y sobre las colinas de oriente en este mismo momento destellan los esplendores dorados del amanecer.



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