Elizabeth González Torres
En el Nuevo Testamento, específicamente en el libro de Mateo, capítulo 4, versículo 2, se hace mención de la ocasión en que Jesucristo ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches. A pesar de la brevedad de dicho fragmento, queda claro el hecho de que, sin importar que el espíritu y cuerpo de Cristo fueran lo suficientemente fuertes para sobrellevar aquel ayuno prolongado, al final sería necesario que aquel ser celestial recibiera el alimento que, su también condición humana, le requería. Lo anterior, en virtud de que aquella escritura conocida finaliza con la rotunda frase «…tuvo hambre». Cristo, el hijo primogénito de Dios, con toda la potestad que aquella noble condición le otorgaba, se vio sometido a experimentar una de las necesidades más básicas y demandantes de la naturaleza humana, es decir: el hambre. Al igual que Jesús y muchos otros personajes de las escrituras, hoy en día los miembros de distintas comunidades religiosas (cristianos, islámicos, judíos, por solo mencionar algunos) seguimos practicando el ayuno como una manera de acercarnos al Señor e invocar sus bendiciones. Por lo tanto, en esta ocasión quisiera retomar esta práctica milenaria a la que mucho se le atribuyen milagros y cumplimiento de anhelos, y en la que muchos confiamos al considerarlo un recurso de purificación física y espiritual, como un modelo de lo que me gustaría denominar el ayuno literario.
Para aquellos que nos consideramos parte de la literatura (sin importar su vertiente), ya sea porque seamos lectores asiduos o porque hemos llegado al punto de ser hacedores de la literatura, a través de la creación de nuestros propios textos, no es un secreto que en algunas etapas de nuestra vida llegamos a experimentar una falta de apetito literario, por así decirlo. Me refiero a que quizás por momentos nos hemos quedado sin el ansia de tener lecturas que nos resulten atractivas o sin ideas o palabras que nos ayuden a construir un texto. Algunos se han referido a estos periodos como momentos de sequía literaria o el bloqueo del escritor, sin embargo, a mí me gusta más pensarlos como ayunos a los que debemos someternos para así despejar y purificar nuestras mentes y, a su vez, provocar en nosotros mismos esa hambre de palabras, historias e ideas que alimentan al instinto creativo.
Augusto Monterroso, un reconocido escritor hondureño-guatemalteco, en su «Decálogo para el escritor» establece como primer punto, a tomar en cuenta por aquellos que desean hacer de la escritura su profesión, lo siguiente:
PRIMERO.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Asimismo, el escritor y periodista estadounidense Ernest Hemingway elaboraría, con varios años de anterioridad a Monterroso, su propio «Decálogo para el escritor», el cual cerraría con una consigna digna de analizar y en- frentar a lo mencionado por su colega hondureño:
10) Calla: la palabra mata el instinto creador.
Si bien es cierto que ambos escritores muy seguramente estarían de acuerdo con el hecho de que un individuo que pretenda dedicar su vida a la literatura debe, si o si, desarrollar una gran constancia y suma disciplina que deriven en escribir y leer siempre, también lo es que el callar, el silencio, el ayuno de ideas y palabras deben formar parte de una rutina literaria sana. De la misma manera en que un creyente en Dios debe recibir alimento día con día para mantenerse vivo, un escritor y lector debe procurarse de la escritura y la lectura diaria para mantenerse a flote en este demandante arte. No obstante, en ambos casos es del todo necesario que, de vez en cuando, se abstengan de saciar su hambre y se sometan al poder de purificación (física y mental) que trae consigo el ayuno. Es incluso bien sabido que, después de algunos periodos de abstinencia, los sabores, los olores, las texturas, las palabras, y las historias se deleitan de una manera mucho más placentera. Provocarnos el hambre, a través de un ayuno que tenga como objetivo el cumplimiento de anhelos espirituales o el surgimiento de ideas necesarias para continuar con nuestra labor literaria, es un bien al que si nos sometemos oportunamente puede derramar sobre nosotros verda- dera abundancia creadora.
Tras un ayuno prolongado fue que el joven Daniel, del Antiguo Testamento, encontró a Dios y demostró la enorme protección que recibía de Él. Miguel de Cervantes Saavedra se tomó un ayuno de 10 años para escribir el segundo tomo del Quijote, su obra más conocida y la más famosa de toda la literatura española. Se sabe que el escritor estadounidense F. Scott Fitzgerald luchó siempre con el hecho que sus textos dejaran de ser leídos durante un largo periodo de tiempo, manteniéndose en la abstinencia de sus propios lectores, antes de que pudiera ser reco- nocido el gran valor de algunas de sus obras como El gran Gatsby.
Escribir, leer, buscar a Dios, entre muchas otras cosas que podríamos mencionar, en estos días en los que verbos como refrenar, callar o contener son sinónimos de aburrimiento y represión, se han vuelto actividades más difíciles de alcanzar y más complejas de exaltar debido a la cultura del no saber esperar y del creer que al saciar de inmediato cualquier tipo de impulso humano estamos alcanzando la verdadera satisfacción.
El escritor que ayuna con consciencia de la escritura, sabrá aprovechar los momentos lejos de su pluma para leer cosas nuevas, para indagar en historias de la cotidianidad y encontrar en ellas verdaderas joyas. El escritor que sabe meditar durante su periodo de abstinencia literaria será capaz de acercarse a otras artes que, poco a poco, le vayan despertando las ideas que parecían estar aletargadas y las palabras escondidas y olvidadas en algún rincón de su escritorio. El escritor que se propone ayunar literariamente no supondrá como una pérdida de tiempo los días que esté a distancia de sus historias y personajes, sino que, por el contrario, se dedicará a encontrar para ellos nuevas experiencias y elementos que les terminen de dar vida.
Por otro lado, el lector que decide ayunar de sus lecturas para darle un respiro a su imaginación antes de seleccionar el nuevo mundo en el que se introducirá, el nuevo autor que conocerá y las desconocidas charlas que mantendrá con una serie de personajes de los que poco o nada sabe, entenderá que dichos espacios de silencio mental le serán como una bocanada, purificadora de ideas, que ordenara sus pensamientos y dejará espacio para que otros nuevos tengan cabida dentro de sí. Un lector que con el paso de cada lectura logra entender que en ocasiones es necesario reposar de sus libros y abstenerse de ellos para reflexionarlos, meditarlos y digerirlos correctamente, será capaz de incrementar y afinar su apetito literario.
A través del ayuno y la oración nos acercamos a entender, poco a poco, el inmenso poderío con el que hemos sido dotados al ser hijos de un ser Omnipotente»
Ahora bien, con respecto al ayuno que, por increíble que parezca, hoy en día seguimos practicando aquellos que creemos en Dios o en algún otro tipo de deidad, cabría mencionar que, a través de la constancia en dicha práctica, muchos hemos logrado descubrir la verdadera esencia de ese Dios que para algunos resulta más que lejano. Al intentar dominar un impulso tan fuerte como lo es el hambre y la sed física, podemos sentir, aunque sea en un mínimo grado, la magnificencia con la que hemos sido creados y para la que hemos sido creados. Me atrevería a decir, esperando no importunar al lector de este ensayo, que a través del ayuno y la oración nos acercamos a entender, poco a poco, el inmenso poderío con el que hemos sido dotados al ser hijos de un ser Omnipotente.
Ayunar, un verbo que no implica solo una acción sino también determinación. La determinación de que, al concluir la abstinencia de agua, alimento, lectura y escritura, habremos de estar en mejores condiciones para hallar y recibir «ese algo» a lo que aspirábamos previo a someter nuestras propias necesidades. Específicamente, y refiriéndonos al caso del ayuno literario, debemos entender que «ese algo» no es otra cosa más que el despertar de nuevas historias, personajes y recursos que alimenten el apetito (intencionalmente provocado) del escritor o lector. No obstante, cabe aclarar que una vez que se obtiene lo demandado por nuestra propia escritura o capacidad lectora, la determinación debe prevalecer hasta llevar a un puerto seguro todo el cúmulo de ideas y elementos literarios por los que se ha ayunado o, de lo contrario, habrá sido en vano dicho sacrificio.
Querido lector, escritor o creyente, hasta aquí concluyo con esta especie de disertación, ensayo o quizás, más debraye que otra cosa. Dejo a tu criterio si al llegar al término de este texto decides darte el tiempo de ayunar, por un par de minutos, horas o días, para discernir si algo de todo lo que has leído en estos párrafos te resulta, aunque sea solo un poco, de utilidad para tu vida y, por supuesto, también para tu propia literatura.