Nacer siendo viejo
«Su ropa no ostentaba ni riqueza ni miseria; vestía con el decoro
de los artesanos de su región, sin una hebra de metal precioso,
pero usando telas de trama doméstica, en las que alguna mujer
se había esmerado en aplicar los diseños aprendidos de sus mayores».
—Tomás de Mattos, La puerta de la misericordia
Ocurrió por los días en que la cuidad era pequeña y sus calles judías y polvorientas eran holladas bajo los pies del imperio más magnífico y poderoso de la faz de la tierra, imperio que como un águila en vuelo abarcaba el calor de los desiertos de Arabia, la profundidad sin fin del Mar Mediterráneo y los valles y montañas del continente europeo. Desde allí, desde esa Europa que no adoraba a Jehová, el imperio había atacado la Judea. Se había precipitado sobre el pueblo de Dios bajo el pendón de César, avanzando con sus carros veloces y con sus hombres protegidos por petos y la arrogancia pagana. El imperio se había adueñado cómodamente de la provincia
sagrada y la había contaminado con sus mercaderes de occidente, sus lenguas greco-latinas, sus
impuestos voraces y su orden imperial.
Todos lo aborrecían, pero pocos como Cleofás hijo de Simón, el que albergaba la furia del infierno en las fauces de su corazón. Desde que tenía apenas diez años de edad, desde aquel día en que escuchó a Judas el Galileo escupir veneno por la lengua, veneno que causó la rebelión armada de los judíos verdaderos en contra de los romanos endemoniados, Cleofás sintió que su vida tenía propósito. Ese propósito era la expulsión total del extranjero arrogante. De noche soñaba con el día en que los pendones romanos ardieran en la ira de Jehová, el legítimo rey de Israel, y que las sandalias judías aplastaran los cráneos romanos. De día montaba su caballo veloz como una saeta mortífera y atacaba todas las presencias del imperio. Entraba a las villas y vapuleaba a los publicanos traidores o se escondía entre las ruinas de pueblos abandonados para hacer que su onda vomitara piedras sobre los centuriones y sus secuaces que jamás lograban capturarlo. Tenía la prudencia de la serpiente y se movía con el susurro de la paloma. Vivía en Jerusalén, cercado por los muros de la ciudad, pero incursionaba por toda Judea.
Un día Cleofás partió fuera de los muros de la ciudad y se internó en el desierto, en el mar de arena que había limpiado a los profetas por los siglos de los siglos. Su destino eran las cuevas secretas en que se reunía con otros zelotes como él. Algunos vivían en las cuevas del desierto. El desierto era el horno de Jehová, en donde se purificaba a los judíos verdaderos. Del desierto, sempiterno como la infinidad del tiempo, habían salido la ley y los profetas. Cleofás estaba convencido que sólo los que habían sido transformados por el seco y ardiente aire, por el azul y distante cielo, por la tentación de morir entre las rocas y la arena, sólo ellos podrían establecer el reino de Jehová una vez más entre el pueblo del pacto.
Llegó a las cuevas sin nombre. Se desmontó del caballo y lo dejó junto a otros caballos, atado a un palo traído de Damasco. Con antorcha en mano siguió el laberinto natural de las cuevas secas y oscuras hasta dar con el lugar de las reuniones, el lugar secretísimo que ningún romano conocía ni habría de conocer. Lo esperaban allí seis zelotes más.
—Paz —dijo Cleofás. Todos le contestaron el saludo y siguieron su conversación. Cleofás los escuchó con detenimiento. Discutían por decidir si atacar una caravana que partiría al día siguiente de Jerusalén hacia Roma. No cabía duda de que la caravana merecía ser destruida: estaba compuesta por judíos cobardes que reconocían a los romanos como señores cuando el único Señor verdadero era Jehová. Pero el punto de discordia parecía ser la importancia estratégica de la caravana.
—De nada sirve. La única manera de establecer el reino de Dios es derrocar a los romanos. Una caravana menos no derrocará a los romanos—dijo bastante irritado Eleazar hijo de Abiel—. No vale la pena el riesgo.
—¿Acaso le temes al peligro y al sacrificio?—preguntó Josué hijo de Bernabé y se hizo silencio. Los seis varones miraron a Eleazar en espera de su respuesta. Los zelotes entendían bien que su causa suponía peligro y sacrificio. La vil Roma era el imperio más grande desde los días de Adán. «¿Quién como Roma?», se decía en las calles del mundo. Todos se maravillaban ante su superioridad en los campos de batalla, ante sus carros rápidos como avispas, sus flechas certeras como aguijones, sus ejércitos grandes como enjambres. Pero los zelotes no le temían a Roma, porque eran como los macabeos, seguros mártires de una causa divina.
—No. Sólo al Señor Dios le temo —contestó Eleazar con firmeza—. Por eso pienso que destruir la caravana es demasiado insignificante para los siervos de Jehová. Él estará a nuestra derecha y nuestra izquierda. Grande es su nombre. Demasiado grande para tan pequeña empresa. Su poder deberá mostrarse en algo mayor. Sin él nada somos, mas con él, hasta el templo puede ser nuestro.
Se hizo silencio una vez más. Ninguno se atrevió a contrariar la lógica de Eleazar, pero el templo era demasiado por ahora, demasiado céntrico y volátil para tratar de tomarlo. Todavía no.
—¿Acaso temen? El Señor de los Ejércitos nos ha mandado que no temamos y seamos valientes —afirmó Eleazar.
Silencio.
—Eleazar tiene razón. Solos no podemos, pero con Dios todo es posible. Si él ha de intervenir lo hará. Soy del parecer que ya lo está haciendo. El pueblo está fascinado con el rabino nuevo. Ese Jesús de Nazaret que desafía a los fariseos y saduceos.
Cleofás había oído hablar del enigmático personaje por todas partes: ese hombre es profeta, de cierto es profeta, no, no ese hombre es Elías, no puede ser otro, pero acaso están ciegos que no ve que es Juan el bautista que ha vuelto del sepulcro, Juan el bautista no, es un charlatán que huella la Ley de Moisés bajo sus pies. Esto y muchas otras cosas había oído decir Cleofás acerca del hombre. A Cleofás no le importaba en lo más mínimo, hasta que oyó a un pescador decir que Jesús era el Mesías prometido en las escrituras. La idea era ridícula, el Mesías había de venir lleno de poder y gloria, y lo primero que haría sería liberar a Israel del rapaz imperio. Pero el pescador creía que este Jesús era el Mesías, y muchos otros seguían al supuesto mesías galileo. Cleofás no creía en falsos mesías, pero sabía que este hombre de la pequeña Nazaret, en la agitada Galilea, podía ser el instrumento de incitar al pueblo a resistir a Roma y sus dioses paganos. El pueblo parecía depositar mucha confianza en el hombre este, así que habría que reclutar a Jesús para oponerse a Roma.
Josué tomó la palabra:
—Sí pero Jesús de Nazaret no se opone a Roma. Enseña blasfemias. Se proclama el Hijo de Dios. ¡Es hereje de muerte!
—Es verdad, pero el pueblo ignorante lo sigue —acató Cleofás—. Creen en sus palabras. Confían en su juicio. Por lo tanto, debemos hacer que Jesús incite a este pueblo a la ira contra el imperio. Y entonces, ¿quién contra nosotros? Podremos tomar el templo.
La idea consumía a Cleofás, pero los demás compañeros de armas no creían que fuera prudente tratar de convencer a Jesús. Al terminar la reunión y volver a Jerusalén en su caballo negro, Cleofás siguió contemplando los posibles beneficios de enlistar al rabino de Nazaret. Para cuando llegó a las puertas de la cuidad, sabía lo que había de hacer.
Al romper el alba del siguiente día, Cleofás dejó Jerusalén y enfiló hacia el norte, siguiendo el río Jordán para evitar toparse con los samaritanos perros. En su mente trataba de visualizar cómo sería el hombre a quien buscaba, cómo se le acercaría, qué palabras le diría, y la influencia de ese hombre le daría a la causa de los zelotes. Esa causa era la más importante del universo, la causa sobre cuyo altar Cleofás había puesto todo: su vida, su tiempo, todo pensamiento, toda pasión, todo. Su vida era la causa. No había vida ni antes ni después de la causa, y si tenía que enfrentarse a un mesías, falso o no, lo haría por la causa. Este nazareno podía darle vida nueva a la causa. Cleofás estaba convencido de ello, y por eso era necesario que Jesús de Nazaret se uniera a ella, así Israel pronto sería redimida.
Sin darse cuenta, a Cleofás se le fue todo el viaje entre pensamientos de gloria y redención. Llegó a Galilea, a esa tierra de días sin viento y noches secas, sin saber dónde podría encontrar al rabino. Tampoco sabía, al llegar, de la inmensa popularidad de Jesús: estaba en boca de todos y su paradero era vox populi. Cleofás habló con unos mercaderes que le indicaron que se dirigiera por cierto camino que serpenteaba hasta dar la vuelta a un monte. El zelote siguió el camino y al dar la vuelta al cerro se encontró junto a una vasta multitud, centenares de personas sentadas, hablando, cocinando, moviéndose de aquí para allí y a la expectativa de que su Maestro continuara instruyéndolos. Cleofás se sorprendió al ver tanta gente y aunque titubeó, dudando que fuera apropiado acercársele al tal Jesús entre tantos seguidores, decidió que así era mejor y sonrió al pensar en los cientos de reclutas que había a su alrededor. A prepo se metió entre ellos y para su gusto escuchó que una y otra vez se aseguraba que el hombre debería ser coronado Rey de los Judíos. Cleofás se imaginó a ese grupo tan grande convertido en soldados de la venganza de Jehová, soldados jóvenes, viejos, ricos, pobres, varones, mujeres, pero todos listos para seguir al que creían su gobernante.
No le resultó nada difícil a Cleofás reconocer al supuesto futuro rey de Israel. Unos doce varones y tres mujeres habían formado un círculo alrededor de su maestro. Cleofás lo observada desde la distancia y no pudo hacer más que reírse con cautela del hombre de cabellos color de carbón, vestido con una túnica de hechura doméstica que le llegaba hasta las rodillas, y unas sandalias de pelo de camello. ¿Cómo podía ser que alguien tan común pudiera controlar a las masas? Con cuidado y algo de dificultad, Cleofás se acercó un poco más al rabino.
A medida que lo veía más de cerca, todo sentimiento de burla desapareció, y por alguna razón que Cleofás jamás en la vida logró descifrar, dudó. La inseguridad que no había sentido al huir de los soldados romanos, que no había sentido al pensar en invadir el templo, que no había sentido al cascar a nadie, toda la inseguridad que jamás sintió, repentinamente lo invadió, y Cleofás no pudo acercarse más. Optó por mantenerse a la distancia en que estaba, algo cerca para oír bien y algo lejos para evitar que Jesús lo mirara a los ojos.
El rabino hablaba de lo bienaventurado que son los pobres en espíritu, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de limpio corazón, los que padecen persecución por causa de la justicia, y los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad, al igual que los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Cleofás se vio atrapado por el tono de voz tranquilo que emanaba calidez a su corazón. Las palabras certeras y suaves del rabino sacudían a Cleofás de un lado al otro, al igual que una tormenta sacudiría a un barco en el Mar de Galilea. Escuchó con mucha atención a medida que el rabino explicaba que a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra y ama a tus enemigos, bendice a los que los que te maldicen, haz bien a los que te aborrecen, y ruega por los que te ultrajan y te
persiguen.
Cleofás se quedó sin aliento.
Le faltó fuerza.
No podía acercársele a un hombre así. Las palabras que había oído le ardían en la mente, y con ellas revoloteándole en el corazón, Cleofás decidió volver a Jerusalén. Pero esta vez no siguió el camino del Jordán, sino que huyó al desierto, en donde la noche lo encontró tiritando de frío pero sin deseos de buscar hospedaje ni refugio. Se sentía sucio, inmundo. Las palabras que había oído le giraban por la piel, y en la comezón que provocaban hacían que dudara por primera vez en la vida de su propósito. Y cada vez que pensaba en los muchos atropellos que había efectuado, un dolor agudo, como el que produce la hoja de un cuchillo al rozar el corazón, lo turbaban. Esa noche, por primera vez en tres décadas, siete años y doce meses exactos, llovió en el desierto.
El agua fría y penetrante le caló hasta lo más profundo. Aturdido por el frío, la lluvia y el tormento interior, Cleofás sintió un peso grande como dicen que son las pirámides de Egipto. Era una presión fuerte como los cedros del Líbano, que lo hundía y forzaba a hincarse, a acurrucarse, a tomar la posición de un niño en el vientre de su madre. En esa posición, bajo la lluvia aplastante de la helada noche del desierto de Judea, Cleofás recordó algo que le habían dicho que Jesús había dicho, que quien no naciere de nuevo, de agua y del Espíritu, no podía entrar en el reino de los cielos. Por primera vez en toda la noche, Cleofás se atrevió a alzar la vista. Sintió una tranquilidad inmensa al ver los primeros destellos del alba.
Tres días más tarde, ya libre del suplicio eterno, entró a pie a Jerusalén. Miró a su alrededor, a los mercaderes con sus perfumes de oriente, a los soldados con sus lanzas del norte, a los judíos con su crisis de identidad. No le quedaba nada en ésta, la cuidad de su juventud. Todo lo que había conocido y todos aquellos con quienes se
había vinculado parecían pertenecer a un sueño que poco a poco comenzaba a disiparse en su memoria.
Algunos días más tarde Eleazar pasó por la casa de Cleofás. Batió las palmas pero nadie
contestó. Llamó a gritos pero nadie abrió. Con cuidado, abrió la puerta y entró. Lo único que
encontró fueron cuatro paredes, una mesa y una lona en el piso. Ni Eleazar ni ninguno de los zelotes que lo conocieron volvió a saber de Cleofás.
Nunca se enteraron de que Cleofás hijo de Simón había tomado sus pocas posesiones materiales,
viajado a Galilea y seguido al Maestro. Lo hizo con determinación por todo el resto de su vida,
la cual acabó varias décadas más tarde sobre una cruz en un monte de Roma y frente a los ojos
llorosos de su esposa y tres hijas, una semana después de enterarse que Tito finalmente había
aplastado a Jerusalén.
Una traducción al inglés de este cuento fue publicada en el número 57 (2) de la revista Dialogue.
Recibe nuestros artículos, convocatorias y noticias en tu correo electrónico.